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El embrujo de Shangai

El embrujo de Shangai

Los sueños juveniles se corrompen en boca de los adultos, dijo el capitán Blay caminando delante de mí con su intrépida zancada y su precaria apariencia de hombre invisible: cabeza vendada, gabardina, guantes y gafas negras y una gesticulación abrupta y fantasiosa que me fascinaba. Iba al estanco a comprar cerillas y de pronto se paró en la acera y olfateó ansiosamente el aire a través de la gasa que afantasmaba su nariz y su boca.
-Y tan desdichada carroña -siguió husmeando su quimera predilecta ayudándose con nerviosos golpes de cabeza, y yo también me paré a oler- está en la calle, se nota. Pero no es sólo eso... Sin querer ofender a nadie, se percibe una descomposición de huevos. ¿No lo hueles?
El capitán tenía el don de sugestionarme con su voz mineral y sentí un vacío repentino y una sensación de mareo.
Así empieza mi historia, y me hubiese gustado que en ella hubiera un lugar para mi padre, tenerlo cerca para aconsejarme, para no sentirme tan indefenso ante los delirios del capitán Blay y ante mis propios sueños, pero en esa época a mi padre ya le daban definitivamente por desaparecido, y nunca volvería a casa. Pensé otra vez en él, vi su cuerpo tirado en la zanja y los copos de nieve cayendo lentamente sobre él y cubriéndole, y luego pensé en las enigmáticas palabras del viejo mochales mientras iba andando pegado a sus talones camino del estanco de la plaza Rovira, cuando, al pasar frente al portal número 8, entre el colmado y la farmacia, el capitán se paró en seco por segunda vez y su temeraria nariz, habitualmente desnortada y camuflada bajo el vendaje, detectó de nuevo la pestilencia.
-¿No reconoces esa gran tufarada, muchacho? -dijo- . ¿Tu cándida naricilla maliciada en el incienso de Las Ánimas y en agrio sudor de las sotanas ya no es capaz de detectar el hedor...? -Se interrumpió estirando el cuello, resoplando como un caballo nervioso-: ¿A huevos podridos, a mierda de gato? Nada de eso... Ahí, en ese portal. ¡Ya sé lo que es! ¡Gas! ¡Se veía venir esta miseria...!

 

Escrita por Juan Marsé en 1993 (y llevada al cine por Fernando Trueba años más tarde), El embrujo de Shangai es una novela escrita por un joven que dedica su tiempo a acompañar al loco capitán Blay (que siempre va con la cabeza vendada, para no se descubierto por la policía franquista) y a hacer un retrato a Susana, una chica que está recluida en su casa debido a una enfermedad, y que espera, junto a su madre, el regreso de su padre, exiliado político, huido de España tras la Guerra Civil, militante de la resistencia franquista en Francia. Un compañero del padre regresará y contará las misteriosas aventuras de éste en Shangai; una aventura que irá enganchado a todos y que tendrá un final inesperado.

 

Se trata de una novedad en el plan de lecturas para este año. 

El misterio de la cripta embrujada

El misterio de la cripta embrujada


Fui apeado, cuando más embelesado estaba contamplendo el bullicio de una Barcelona de la que había estado ausente cinco años, de un preciso puntapié ante la fuente de Canaletas, de cuyas aguas clóricas me apresuré a beber alborozado. Debo hacer ahora un inciso intimista para decir que mi primera sensación, al verme libre y dueño de mis actos, fue de alegría. Tras este inciso añadiré que no tardaron en asaltarme toda clase de temores, ya que no tenía amigos, dinero, alojamiento ni otra ropa que la puesta, un sucísimo y raído atuendo hospitalario, y sí una misión que cumplir que presentía erizada de peligros y trabajos.
Como primera medida, decidí que debía comer algo, pues era la mediatarde y no había probado migaja desde el desayuno. Busqué en las papeleras y alcornoques circundantes y no me costó mucho dar con medio bocadillo, o bocata, como de un letrero deduje que se llamaban modernamente, de frankfurt que algún paseante ahíto había arrojado y deglutí con avidez, aunque estaba algo agrio de sabor y baboso de textura. Recuperadas las fuerzas, bajé lentamente por las Ramblas, apreciando a la par que andaba el pintoresco comercio de baratijas que por los suelos se desarrollaba, a la espera de que cayera la noche, que se anunciaba en el cielo por la falta de luz.
Eran un hervidero los alegres bares de putas del barrio Chino cuando alcancé mi meta: un tugurio apellidado Leashes American Bar, más comúnmente conocido por El Leches, sito en una esquina y sótano de la calle Rodador y donde esperaba establecer mi primer y más fidedigno contacto, como así fue, pues, apenas mi figura se perfiló en la puerta y mis ojos se habituaron a la oscuridad reinante, avizoré en una mesa la rubia cabellera y las carnes algo verdosas de una mujer que, por hallarse de espaldas, no se percató de mi presencia, mas prosiguió hurgándose las orejas, con un mondadientes plano de los que suelen chuperretear los cobradores de autobús y otros funcionarios, hasta que me hice patente a sus ojos, cosa que le hizo separar hasta donde le alcanzaba la piel las pestañas que llevaba encoladas en los párpados, abriendo al mismo tiempo la boca con desmesura, lo que me permitió percibir sus numerosas caries.
-Hola, Cándida- dije yo, pues así se llamaba mi hermana, que no otra era la mujer a quien me había dirigido -, tiempo sin verte- y al decir esto tuve que forzar una sonrisa dolorosa, porque la visión de los estragos que los años y la vida habían hecho en su rostro me hizo brotar lágrimas de compasión. Alguien, dios sabe con qué fin, le había dicho a mi hermana, siendo ella adolescente, que se parecía a Juanita Reina. Ella, pobre, lo había creído, y todavía ahora, treinta años más tarde, seguía viviendo aferrada a esa ilusión. Pero no era cierto. Juanita Reina, si la memoria no me engaña, era una mujer guapetona, de castiza estampa, cualidades estas que mi hermana, lo digo con desapasionamiento, no poseía. Tenía, por el contrario, la frente convexa y abollada, los ojos muy chicos, con tendencia al estrabismo cuando algo la preocupaba, la nariz chata, porcina, la boca errática, ladeada, los dientes irregulares, prominentes y amarillos. De su cuerpo, ni que hablar tiene: siempre se había resentido de un parto, el que la trajo al mundo, precipitado y chapucero, acaecido en la trastienda de la ferretería donde mi madre trataba desesperadamente de abortarla y de resultas del cual le había salido el cuerpo trapezoidal, desmedido en relación con las patas, cortas y arqueadas, lo que le daba un cierto aire de enano crecido como bien la definió con insensibilidad de artista, el fotógrafo que se negó a retratarla el día de su primera comunión, so pretexto de que desacreditaría su lente-. Estás más joven y guapa que nunca.
-Me cago en tus huesos- fue su saludo -,¡te has escapado del manicomio!
-Te equivocas, Cándida, me han soltado. ¿Puedo sentarme?
-No.

 

El misterio de la cripta embrujada es una novela de Eduardo Mendoza que aúna misterio, intriga policial y humor. Reconozco que el principio es un poco complicado, pero conforme avanzamos en la lectura cada vez va enganchando más. Os he copiado la descripción que el protagonista hace de su hermana Cándida, que a mí me parece de un humor salvaje.

Ya sabéis: el protagonista (sin nombre en toda la novela) es sacado de un manicomio para investigar la desaparición de unas muchachas en un colegio de monjas y un asesinato. Pero le imponen la condición de no acercarse ni al colegio ni a las muchachas. ¿Cómo lo conseguiurá? He ahí el misterio...

 

El año pasado tuvo once lectores: cinco le dieron un 4 y otros cinco un tres sólo uno lo suspendió, con un 2. La nota medie fue de 3,36 sobre 5.

 

Tres sombreros de copa

Tres sombreros de copa

La obra de Miguel Mihura es una breve obra de teatro que ha sido calificada como de "teatro del absurdo". Dionisio se dispone a pasar su última noche antes de casarse en una pensión de un pueblo de provincias. A pesar de que al principio llega a afirmar que "esta noche sobra", su vida está a punto de cambiar cuando conoce a Paula, joven bailarina perteneciente a una compañía de music-hall que pasa la noche en el mismo hotelucho. Todo esto, contado con un humor desconcertante, que hace reír y, con frecuencia, pensar. Su autor dijo que se trataba de una "comedia que nos pone tristes".

El curso pasada fue leída por 20 alumnos y la nota media superó ligeramente el aprobado, con un 2,85 sobre 5. Seis alumnos la calificaron con un 4, otros seis le dieron un 3 y siete la suspendieron, casi todos ellos con un 2. Quedémonos con lo positivo: doce alumnos (más de la mitad) le dieron un 3 o un 4. A ver ahora qué opinas tú...

El túnel

El túnel

"Bastará decir que soy Juan Pablo Castel, el pintor que mató a María Iribarne; supongo que el proceso está en el recuerdo de todos y que no se necesitan mayores explicaciones sobre mi persona.

Aunque ni el diablo sabe qué es lo que ha de recordar la gente, ni por qué. En realidad, siempre he pensado que no hay memoria colectiva, lo que quizá sea una forma de defensa de la especie humana. La frase "todo tiempo pasado fue mejor" no indica que antes sucedieran menos cosas malas, sino que —felizmente— la gente las echa en el olvido. Desde luego, semejante frase no tiene validez universal; yo, por ejemplo, me caracterizo por recordar preferentemente los hechos malos y, así, casi podría decir que "todo tiempo pasado fue peor", si no fuera porque el presente me parece tan horrible como el pasado; recuerdo tantas calamidades, tantos rostros cínicos y crueles, tantas malas acciones, que la memoria es para mí como la temerosa luz que alumbra un sórdido museo de la vergüenza. ¡Cuántas veces he quedado aplastado durante horas, en un rincón oscuro del taller, después de leer una noticia en la sección policial! Pero la verdad es que no siempre lo más vergonzoso de la raza humana aparece allí; hasta cierto punto, los criminales son gente más limpia, más inofensiva; esta afirmación no la hago porque yo mismo haya matado a un ser humano: es una honesta y profunda convicción. ¿Un individuo es pernicioso? Pues se lo liquida y se acabó. Eso es lo que yo llamo una buena acción. Piensen cuánto peor es para la sociedad que ese individuo siga destilando su veneno y que en vez de eliminarlo se quiera contrarrestar su acción recurriendo a anónimos, maledicencia y otras bajezas semejantes. En lo que a mí se refiere, debo confesar que ahora lamento no haber aprovechado mejor el tiempo de mi libertad, liquidando a seis o siete tipos que conozco..."

 

De esta forma tan llamativa se inicia la novela del argentino Ernesto Sábato. Se trata de una obra breve (unas cien páginas) en la que su protagonista, un pintor, cuenta cómo conoció a María Iribarne y por qué la mató. En la novela asistimos a esta historia pero, sobre todo, a las reflexiones del protagonista, a sus oscuros razonamientos, a un cerebro que le da la vuelta a cada frase hasta enloquecer, a la mente de un ser agresivo y desconcertante. Una paranoia total. A pesar de su brevedad, no es una obra fácil. Si eres de los que le da mil vueltas a la cabeza, puede gustarte.